Un mago, un ciborg y el fuego que no quema
Una lectura existencial de Las ruinas circulares y Terminator: Salvation.
En el primer post dije que el siguiente iba a ser sobre Las ruinas circulares. Iba a serlo.
Pero, al releer algunas entradas viejas de mi antiguo blog, tropecé con un fragmento de El Tapiz de Fionavar, y la nostalgia hizo lo suyo.
Ahora sí, volvamos a Borges. Les propongo tener fresco ese breve y magnífico cuento. Si no lo conocen o lo tienen un poco olvidado, dejo algunos enlaces para leerlo o escucharlo por YouTube o Spotify.
Aunque voy a resumir la trama en unas líneas, no será más que una sombra del cuento. Describirlo es como intentar explicar una degustación, un placer: su verdadera esencia está más allá de las palabras. Las ruinas circulares no llega a las dos mil palabras, y sin embargo deja una impresión que resuena más allá del final. Diez minutos de lectura que invocan belleza. Y, si el arte no sirve para eso, ¿para qué?
Pienso en la cita de Galeano:
"La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar."
Si la utopía marca la dirección, el arte es lo que nos impulsa.
Dicho esto, si leyeron el cuento hace mucho y prefieren una ayuda para recordarlo, sigo con un resumen. Al fin y al cabo, este blog trata también sobre eso: sobre volver, sobre las formas que toma la añoranza.
El cuento arranca con un hombre que baja desde el norte por el río. Más adelante sabremos que es un mago, y que por eso los lugareños le dejan ofrendas de comida. Elige quedarse en unas ruinas cerca de la orilla, donde alguna vez hubo un templo circular, dedicado a un dios olvidado. Lo que busca ese hombre es soñar a un ser humano. No una imagen, no un símbolo: una persona completa, que luego pueda vivir en el mundo real.
Después de varios fracasos, el mago pide ayuda al dios del lugar —un dios de fuego—. Este le responde: sí, le permitirá darle vida a su criatura soñada, con una condición. Será como cualquier otro ser humano, salvo por un detalle: el fuego no podrá herirlo. El mago acepta, y cuando su obra está completa, le borra los recuerdos de haber sido soñado y lo envía río abajo.
Pasa el tiempo. Desde el norte, el fuego regresa. Es un incendio que ya ha arrasado ese mismo lugar antes. El mago lo sabe, lo reconoce. Al principio piensa en huir, pero se reconoce anciano y al final no lo hace. Solo se queda quieto, pensando que, tal vez, su criatura, si llega a darse cuenta de lo que es, sufra por no ser “real”, por no quemarse como el resto. Y entonces ocurre lo inesperado: el fuego tampoco lo daña a él. Y entiende.
La última frase lo dice todo:
“Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.”
Vamos a detenernos en eso. En los tres sentimientos del mago.
Alivio. Cuando el fuego lo rodea pero no lo daña, lo primero que siente es consuelo: se ha salvado del dolor, incluso de la muerte.
Humillación: este es, quizá, el sentimiento central. El núcleo de la anagnórisis lo golpea con una vergüenza tremenda: se descubre menos humano de lo que creía ser. Se siente descalificado por haberse pensado superior a su sueño, mientras que ahora se reconoce no tanto creador sino más bien una creación. Sobre su propia creatura, me quiero detener más adelante.
Terror: por último, el personaje reflexiona sobre lo que implica ser él mismo la creatura de otro, y el ser a su vez un creador. Coomprender que debe haber innumerables creaturas como él lo arrastra más allá de la humillación: lo obliga a asumir la magnitud del entramado que lo contiene a él y a tantos otros. Un universo sin centro, sin consuelo. Si hay tantos que son creadores y creaturas, el universo que imaginaba de repente ha crecido, y por eso mismo él se ha vuelto más insignificante. Uno de los tremendos miedos de Borges, el infinito. El concepto de multiverso que ha popularizado Marvel con sus películas tiene un gran atractivo: sea cual sea la mala situación en la que estemos, podemos tener el consuelo de que en una realidad paralela, con ligeros cambios con respecto a como es nuestra realidad, somos mejores o quizás más felices. En cambio, el universo infinito de Borges —donde todo es una copia de una copia de una copia— no ofrece variantes: no hay diferencia posible, y por lo tanto, tampoco redención. Es un laberinto sin centro, sin salida.
Pienso que ante tal inmensidad la única manera de verlo es con resignación. El universo es infinito, y no hay salida de él. De algo así es de lo que trata la película Terminator: Salvation donde el protagonista (para mí es el protagonista de la peli, como mínimo lo es de la escena que me interesa tratar) se creía un mero humano y se enfrenta con el descubrimiento de que es una creación de la malvada inteligencia artificial Skynet. El reconocimiento llega relativamente temprano en la peli, al personaje ciborg, Marcus Wright, se le activa una mina que le deja al descubierto su cuerpo robótico, y nos enteramos que tiene cerebro humano porque Skynet no sabe simular la empatía suficiente como enmascarar a uno de sus robots. La película avanza por diferentes situaciones en las que Marcus tiene que rescatar a alguien de la Resistencia de las instalaciones fortificadas de Skynet. No hay manera de entrar por la fuerza. Pero como Marcus sigue teniendo su libre albedrío humano, intenta infiltrarse para anular las defensas desde adentro.
Y ahora llegamos a la que para mí es la escena clave. Nuestro protagonista ciborg se presenta ante la entrada de la mortal fortaleza, y hay unos momentos de duda en los cuales la inteligencia artificial lo escanea… y lo termina reconociendo como uno de los suyos. La toma en primer plano del rostro, y la sucesión de emociones que lo atraviesan, están dirigidas con tal calidad que bastan por sí solas para elevar toda la película. El personaje muestra su alivio por no ser asesinado por quien considera su enemigo, pero también la decepción y el dolor por saberse un involuntario traidor de la humanidad. Con unas pocas expresiones logra transmitir una multitud de sentimientos, que culminan justamente en la resignación: es un ciborg de Skynet, no puede evitar lo que es, tiene que vivir con ello.
En esta peli no hay viajes en el tiempo, por lo que no se juega tanto con el concepto de destino como, por ejemplo, en la primera Terminator. Pero sigue habiendo una atmósfera de predeterminación, del hado, sobrevolando a los personajes.
En ambos casos, el del cuento y el de la película, el personaje se enfrenta a la evidencia de no ser quien creía. Pero esa revelación no lo libera: lo hunde. No hay una liberación como en Matrix. Acá es como si cada acceso al conocimiento fuera apenas una nueva celda dentro de un laberinto más grande. Quizás lo único humano que queda sea aceptar que lo somos apenas por un rato. Y seguir, como Marcus o como el mago, porque no hay otra.